Una película repetida

10/11/2017

Nodal | Opinión
Por Carlos Heller

Un frío viento viene de frente y amenaza a todos los países de la región. Trae consigo un amplio recetario de políticas que parecen sacadas del Consenso de Washington, que ya fracasó en los noventa.

Preocupa entre otras cosas lo vertido en el informe regional sobre América Latina y el Caribe, FMI, octubre 2017: “A raíz de las elecciones que se llevarán a cabo en varios países latinoamericanos durante los próximos 12 a 18 meses, un riesgo clave tiene relación con la incertidumbre que existe sobre la orientación de política que se adoptará después de las elecciones. En particular, el riesgo de que se adopten agendas populistas y se retroceda en los esfuerzos de reforma y de ajuste en curso, podría reducir el optimismo y la naciente recuperación económica”.

Una expresión de cómo el FMI intenta intervenir en los procesos políticos de los distintos países, sobrevalorando a los gobernantes que aplican sus sugerencias y exigencias, y demonizando a quienes pretenden otro modelo de país, por fuera de las políticas de ajuste.

Una de esas elecciones ya ha concluido, la de medio término en Argentina, en la cual el oficialismo ha obtenido algo más del 40% de los votos. El establishment ha decretado que tal porcentaje es un cheque en blanco. El presidente Mauricio Macri ha decidido “ir por todo”, lanzándose en una etapa de “reformismo permanente”, a implementarse desde ahora y hasta el 2022. Parece que la alianza gobernante espera quedarse en el poder por mucho tiempo.

La idea de “reformismo permanente” no es original. Se encuentra en las recomendaciones del propio FMI. En su habitual informe de Perspectivas Económicas Mundiales, se trata de mostrar una coyuntura más alentadora para el corto plazo, aunque para el mediano plazo sobresalen preocupaciones concretas, como las vinculadas a una reversión de los flujos financieros internacionales hacia los países centrales.

El organismo internacional señala que “la recuperación mundial quizá no sea sostenible” y que las autoridades “deben mantener una visión a más largo plazo y aprovechar la actual oportunidad para ejecutar reformas estructurales y fiscales necesarias para desarrollar mayor resiliencia y fomentar la productividad y la inversión (…). La posibilidad de que no lo hagan es de por sí una fuente de riesgos para las perspectivas, así como un obstáculo para un crecimiento más inclusivo y sostenible”.

Pero la realidad va por otros carriles, y demuestra que es la aplicación de estas medidas la que genera costos sociales muy elevados. Estos costos sociales a la larga traen aparejado el rechazo a las políticas impuestas.

El Gobierno argentino está lanzando una batería de reformas, que más que hacer referencia al cambio (como lo es el nombre de la formación política que sustenta la gestión macrista: Cambiemos) resulta una vuelta al pasado. Son las mismas políticas de los noventa e incluso las implementadas por Martínez de Hoz, el ministro de la dictadura cívico-militar que tomó el poder por la fuerza en 1976.

 

La reforma laboral

Analicemos uno de los ejes principales de las reformas, el laboral. La Cámara de Comercio de Estados Unidos en Argentina (AmCham) acaba de plantear que entre los “factores determinantes de la competitividad, los costos laborales son un eje fundamental (…). Es necesario trabajar sobre todos los aspectos: los elevados costos indemnizatorios, los niveles de litigiosidad, el ausentismo, la baja productividad, alta informalidad, y la excesiva presión tributaria -Argentina tiene la alícuota más grande de toda Latinoamérica (36,2% del salario bruto)-, la rigidez en los convenios de trabajo, el desfasaje salarial y los no menos importantes costos no salariales (hs. extras, bonificaciones obligatorias, etc)”. Los ejes son bastante claros. Prácticamente idénticos al proyecto de reforma que el gobierno presentó en sociedad pocos días después de las elecciones de medio término. De aprobarse significaría un amplio retroceso para los intereses de los trabajadores, con una gran pérdida de ingresos y de derechos laborales que son verdaderas conquistas históricas.

El derecho laboral que protege a los trabajadores es visto en la lógica de la reforma como un elemento que reduce la competitividad y por lo tanto debe debilitarse. Entre otras cuestiones, se avanza con una serie de modificaciones a las leyes laborales que significan el fin de la jornada de 8 horas y la creación de los “bancos de horas”. Se crean nuevas categorías ocupacionales, más “flexibles” y con menos derechos, y más restricciones a los reclamos judiciales por parte de los trabajadores. Con la reducción de las indemnizaciones, además, se termina facilitando el despido, el efecto contrario del que se pretende promocionar.

Es una reforma fuertemente atravesada por el espíritu de la de Brasil. El “banco de horas”, por ejemplo, está también en la reforma brasileña. Pero además introduce una modificación sustancial al concepto de “trabajo”. A las definiciones previstas en la ley de Contrato de Trabajo le suma: “la cooperación entre las partes para promover esa actividad productiva y creadora constituye un valor social compartido, generador de derechos y deberes recíprocos, y una regla esencial de ejecución del contrato”. Se trata de una igualación, por primera vez, de roles entre empleador y asalariado, a contramano de la jurisprudencia (y de la experiencia) que asigna debilidad intrínseca al trabajador respecto del empresario.

En este aspecto, se revoca la irrenunciabilidad de los derechos que surgen de los contratos individuales, una cuestión que se había incorporado en 2009. Se vuelve, así, al a norma de 1976 que permitía renunciar a los derechos adquiridos. Por ejemplo, aceptar que se reduzca el salario ya convenido.

La reforma es amplia aunque alcanza con mencionar estos puntos, ya que dan una idea del espíritu que se persigue: bajar los costos laborales como forma de maximizar la gran ganancia empresarial. Para colmo, la experiencia nos indica que los bajos salarios no suelen ir de la mano de la generación de empleo de calidad, objetivo con el que intenta convencer el gobierno.

Completan el cuadro del “reformismo permanente” toda una serie de cambios impositivos, previsionales, de funcionamiento del Estado y hasta judiciales. Es decir, una cruda transferencia de ingresos y derechos hacia los sectores más concentrados. Que este modelo avance o encuentre límites depende de un fuerte rechazo por parte de la sociedad y de las organizaciones que la representan. La ciudadanía, a partir de su participación política y social, debe ser la que impulse el freno a este modelo. Como suelo afirmar, el límite al ajuste se encuentra en la capacidad de resistencia de los ajustados.

 

Nota publicada en Nodal el 10/11/2017