El debate sobre la violencia delictiva

12/09/2013

Con el advenimiento de la llamada globalización se produjo en el mundo, entre otras cosas, un fenómeno de desplazamiento y agudización de la violencia delictiva, sobre todo la referida a los delitos contra la propiedad y los tráficos ilícitos (drogas, armas y personas).

Por Mariano Ciafardini, Presidente del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED) y asesor del Partido Solidario

Mientras los países más desarrollados del capitalismo occidental llegaban a niveles muy bajos de desocupación  por el aumento de puestos de trabajo -sobre todo en el sector servicios- y  el aumento de los créditos a familias y personas, empezó en ellos una reducción de las altas tasas de estos delitos, que habían experimentado en los 70 y 80 niveles elevados frente a los bajos niveles de conflictividad delictiva que exhibían en esos años, por ejemplo, las grandes ciudades del Cono Sur de América. Uno de los que se apropió falazmente de ese proceso socioeconómico y político mundial, y lo capitalizó a su favor, fue el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, quien  lo atribuyó a su estrategia  de mano dura (tolerancia cero) cuando, en realidad, el delito violento había bajado en todo Estados Unidos, incluidas diversas ciudades donde no se había aplicado ninguna estrategia, ni siquiera parecida, a la que mostraba Giuliani.

Por el contrario, en los países menos industrializados -y particularmente en Latinoamérica- arreció la privatización, el desmantelamiento del ya pobre Estado de bienestar, la aparición y extensión del trágico fenómeno de la exclusión social, el aumento de la corrupción y la mercantilización de la función pública y de la política, y el aumento de los tráficos ilícitos ante el desmesurado consumo, especialmente de cocaína, en Estados Unidos y Europa. Todo esto tuvo un elevado impacto en el aumento de los delitos que, en Argentina por ejemplo, aumentó en el caso de los robos y hurtos un 400% entre los años 1989 y 1995.

En el caso particular de Latinoamérica, la globalización y sus desastrosos efectos económicos, sociales e institucionales llegaron a poco que la mayoría de los países habían empezado a salir de prolongadas y terribles dictaduras militares. Esto hizo que, en el imaginario público y fogoneado por los medios masivos de comunicación, se instalara en alguna medida la idea de que el relajamiento del orden, supuestamente producido por la democracia y el respeto de los derechos humanos, estaba vinculado al aumento de los delitos. En la Argentina, uno de los  constructores de esta idea fue el comunicador masivo Bernardo Neustadt, cuando enfatizaba  la idea de falta de respeto por los “derechos humanos de las víctimas de delitos” con lo que, sin decirlo, ligaba los dos fenómenos de una manera mentirosa y perversa.

Desde ese momento, los gobiernos democráticos latinoamericanos y, particularmente, los gobiernos progresistas que más  han insistido en el respeto de los derechos humanos y los derechos de las minorías y en la profundización de la democracia, han sido rehenes de los grandes medios en este aspecto. En cada campaña electoral los monopolios de la comunicación escrita, radial y televisada agudizan los latiguillos securitistas, sobre la base de una realmente existente violencia delictiva que, en relación a las tasas históricas comparadas con el recuerdo colectivo de extensos períodos del siglo XX, son, efectivamente, mucho más altas.

Ante esta situación, el progresismo y la izquierda, acostumbrados a lidiar contra la represión estatal por la persecución política sufrida durante larguísimos años de dictaduras y autoritarismos, se encontraron desde los comienzos de la democracia sin la claridad suficiente para hacer frente a un problema del que, en un principio, intentaron desligarse diciendo que era solo una cuestión de sensación pública, de manipulación mediática (cosa que además es cierta) o que lo fundamental de las políticas de seguridad pasaba por evitar que la policía y los servicios penitenciarios violaran los derechos humanos (cosa que también es cierta pero sólo parcialmente, ya  que eso sólo es la base de una política de seguridad pero no la constituye en sí misma).

En la Argentina hubo, desde el advenimiento de la democracia, varios intentos, algunos muy locales, de instaurar una verdadera política de seguridad democrática, basada más que nada en la prevención (que es por otra parte la más eficaz en términos de disminución del delito, como lo aceptan  las posturas criminológicas más avanzadas hoy en el mundo), pero todas ellas se vieron frustradas por la falta de convicción y consecuencia necesaria de las autoridades políticas que, a regañadientes, en su momento decidieron implementarlas.

Las autoridades se ven azuzadas por la derecha y los medios, sobre todo en tiempos electorales, con ceder a la “mano blanda” y al “garantismo” y ser los causantes con ello del aumento de la delincuencia. Esta confusión perversa es la que aprovecha nuevamente la derecha en este momento electoral de tanta importancia para el proyecto nacional. La preocupación, ante los indicadores de las encuestas y sobre todo ante el resultado de las PASO, ha llevado a algunos dirigentes a tratar de copiar el discurso derechista. Deben saber que el discurso de la derecha a quien le suma votos, aunque sea pronunciado por un dirigente progresista, es a la derecha misma, en tanto y en cuanto el inconsciente colectivo sabe que para aplicar la mano dura nada mejor que los que la inventaron.

En la provincia de Buenos Aires, además, todo esto se mezcla con la existencia de un gobierno que en realidad viene apostando desde su inicio en 2007 a políticas represivas tradicionales (otra demostración de que la pura represividad no funciona) de la mano de su hasta ayer Ministro de Justicia y Seguridad, Ricardo Casal.

Pero tal es la confusión que han logrado sembrar los medios corporativos de la información, que un discurso securitista precario y elemental como el de Sergio Massa, con sus cámaras de seguridad, es presentado como alternativa  frente a una supuesta “mano media blanda o no del todo dura” de Scioli-Casal. En estas circunstancias, los discursos de mano dura de Alejandro Granados o las apelaciones al caballito de batalla de la derecha, de que bajar la edad de imputabilidad tendría algún efecto en el descenso de los niveles delictivos (más allá de que el régimen penal juvenil debe ser modificado) no son los que van a revertir el resultado electoral que se pronostica. Es más, incluso les pueda hacer perder votos por aparecer como oportunistas y por el cambio de voto de sectores democráticos que iban a votarlos pero sientan, ahora, repulsa  por este nuevo lenguaje.

En todos lados se sabe que aún si se lograra  encerrar a todos los jóvenes varones que están cometiendo delito hoy en día (y con ello se debiera gastar el doble o el triple de los presupuestos en cárceles e institutos  no sólo porque los que hoy existen están superpoblados sino porque así, como hoy existen, no son más que fábricas de delincuentes más violentos, debido a la profundización del deterioro que genera a cualquier joven que pasa por ellos en la situación actual) el lugar que ellos dejan en el “mercado de mano de obra delictiva” sería ocupado inmediatamente por otra camada que hoy está fuera del circuito delictivo porque estos circuitos tienen cupos (cantidad de personas que se dedican al delito y que, por lo tanto, tienes sus contactos con las bandas de reventa y con los sectores policiales y políticos que los utilizan). No se trata de una ecuación tan simple de policía-ladrón, como tal vez lo fue o se aproximó a serlo, a mediados del pasado siglo XX, con el cuasi pleno empleo y el Estado benefactor y con una actividad política e institucional que no había llegado a los niveles de deterioro que después trajeron la dictadura y el menemismo, es decir la globalización.

El único descenso del delito que se produjo en Argentina, desde la democracia hasta hoy, fue el de 2003-2007, de aproximadamente un 10% menos de robos y hurtos y que coincidió con la baja de los niveles de marginalidad y la recuperación de un proyecto popular. Esto se estancó un poco con la crisis de 2008 y 2009 pero quedó en claro cuál es el camino a seguir para disminuir los nivel.