
Página/12 | Opinión
Por Carlos Heller
Apenas asumió el actual gobierno, las autoridades señalaron que en una primera etapa de la gestión los argentinos y las argentinas la pasaríamos muy mal. Que los primeros seis meses iban a ser “muy duros” por el ajuste. A los industriales, por ejemplo, se les decía: “Si llegaron hasta acá, aguanten seis meses más, que éste va a ser el mejor país del mundo”.
Ya pasaron 17 meses y todo indica que —si continúan estas políticas— habrá que seguir sufriendo ya que para el gobierno la lógica del ajuste no se discute.
En este marco, Jaime Reusche, vicepresidente de la calificadora de riesgo Moody´s, señaló que en la parte fiscal “decimos 'check' (cumplido), no hay mucha preocupación (…); es cuestión de voluntad política y ya está hecho”. En el análisis citado, además de no tener en cuenta el costo social involucrado, se pasa por alto que en temas centrales como el Presupuesto, el gobierno ha evitado que exprese su voluntad el Parlamento.
De cara a lo que viene, Reusche advirtió por los riesgos del “balance externo” (el frente de las divisas), y dijo que “todo el progreso que ha hecho este gobierno en torno a la parte fiscal y monetaria son elementos necesarios, pero insuficientes por sí solos, para darle tranquilidad a las calificadoras como nosotros y a los inversionistas extranjeros” Y agregó: “Tiene que haber un proceso creíble, sostenible en el tiempo, que trascienda al gobierno actual”. Es decir, continuar con el modelo neoliberal.
Difícil que el balance externo mejore si, por ejemplo, se siguen estimulando las compras de bienes del exterior mediante la baja de aranceles y la apreciación de nuestra moneda. Los datos más recientes del balance cambiario muestran que las importaciones de bienes crecieron en el primer trimestre del año un 213% interanual. Además, se sigue endeudando al país, lo cual incrementa la salida de dólares por los intereses. En última instancia, el deterioro del balance externo ha sido parte de todos los experimentos neoliberales, y no podría esperarse otro resultado.
Se acaba de conocer el dato de inflación de abril que elabora el INDEC, que alcanzó al 2,8% mensual. Los grandes medios de comunicación coincidieron en la idea de que “se desaceleró tras la salida del cepo”, y el gobierno se mostró exultante, poniendo el foco crítico en consultoras y economistas que presagiaban valores más altos.
Hay que decir que este valor, que está bastante por encima del 1,5% que Javier Milei proyectó durante una entrevista que brindó en Davos en enero, está en línea con los registros de la última parte del año pasado, más allá del salto puntual que se verificó en marzo (3,7%).
Además, se da en el marco de una demanda interna deprimida y un delicado panorama en materia de ingresos. En marzo, los salarios reales privados registrados, que ya vienen estancados desde septiembre, retomaron su caída mensual, alimentada desde el propio gobierno, que por caso se resiste a homologar paritarias, como la del sindicato de Comercio.
En cuanto a que el 2,8% de inflación se logró en medio de la salida del “cepo”, se pierde de vista que el gravoso nuevo endeudamiento con el FMI ayudó esencialmente a que el tipo de cambio no diera un salto y arrastrara consigo a la inflación. Además, el BCRA intervino en el mercado de futuros de dólar, bajando el precio de la divisa en los contratos, para favorecer la bicicleta financiera, también denominada “carry trade”. No hay mérito alguno en apaciguar la inflación con este tipo de políticas.
El gobierno continúa con su búsqueda de mostrar buenos resultados en materia de inflación, que le permitan llegar lo mejor posible a las elecciones de octubre y avanzar luego con las reformas estructurales “pendientes”, que afectarán a los sectores productivos y necesariamente implicarán más quitas de derechos a la ciudadanía.
Con la lógica del ajuste, las reformas y la desaparición del Estado no es de esperar que los momentos duros se terminen. Tendrá que ser la ciudadanía la que, a través de su voto, decida si le pone un freno a todas estas políticas que generan enormes perjuicios sobre el tejido social y productivo y comprometen la calidad de vida de las generaciones venideras.