Página/12 | Opinión
Por Juan Carlos Junio
Luego de tres meses de licencia, finalmente se concretó la inevitable renuncia a su cargo de Marcelo D’Alessandro como ministro de Seguridad porteño. Su alejamiento tendría que haberse producido apenas se desnudó su asociación ilegal con jueces, fiscales, ex agentes de inteligencia y gerentes del grupo mediático más grande del país. El episodio desnudó también otra metodología ilícita y conspirativa con la mano derecha del presidente de la Corte Suprema, Silvio Robles, para manipular el juicio por los fondos coparticipables con el propósito de que el mismo sea favorable al Jefe Porteño y candidato en ciernes del PRO a la presidencia de la nación. Al abrirse esta oscura Caja de Pandora surgió la confesión a boca de jarro sobre el viejo negociado de las grúas de la ciudad, y los privilegios de autos oficiales a pedido de jueces, entre ellos el del propio magistrado, que lo absolvería en tiempo récord en la mentada causa de sus chats con Robles.
Como siempre, los editorialistas de los grandes medios asociados abiertamente al macrismo, intentaron infructuosamente salvar al ministro en desgracia desviando el eje del tema hacia un costado irrelevante: habría sido víctima de un espionaje ilegal. Esta estrategia comunicacional estaba tan separada de la verdad que fracasó de inmediato, particularmente porque el macrismo hizo del espionaje ilegal un modo de hacer política para atacar a sus opositores, aunque también lo utilizó con circunstanciales enemigos de su propia fuerza política. Ahora vuelve como ministro Eugenio Burzaco, ¿qué trae de nuevo en las políticas de seguridad este antiguo cuadro de la derecha? Seguramente nada. Durante 15 años de macri-larretismo los criterios ideológicos en esta materia se han sostenido en forma consecuente, por lo tanto se trata solo de una mutación de nombres. El “cambio” no cambiará nada de lo sustancial. Asistiremos a una suerte de gatopardismo que se propone tapar las inmoralidades de estas metodologías promiscuas y antidemocráticas ancladas en las raíces ideológicas de los poderes de la derecha, veladas por la complicidad de los editorialistas “serios” que ocultan la esencia coercitiva y represiva de las políticas de seguridad de las derechas modernas.
El nuevo Ministro tiene una historia coherente con su prosapia ideológica: fue símbolo y materialización del acuerdo político electoral del jefe M. Macri con el gobernador neuquino Jorge Sobisch. Allí, como asesor calificado, desplegó en plenitud su visión y estrategia sobre la seguridad. No trepidó en “equipar” a la fuerza con una parafernalia bélica, propia de una hipótesis de guerra interna contra el pueblo que imaginó generaría un apoyo electoral al gobernador. Ya sabemos como terminó ese nefasto experimento liderado por el nuevo Ministro porteño: la modernísima policía atacó a una pacífica manifestación reivindicativa de los docentes neuquinos ocasionando el asesinato del maestro Carlos Fuentealba. Un cartel en el lugar testimonia el infausto acontecimiento: el rostro del docente con la expresión: “Aquí dio su última clase”.
Claro que Burzaco, gran especialista en estos temas, también participó en el 2010 -desde el centro de monitoreo y control- del desalojo del Parque Indoamericano que le costó la vida a dos personas. Los antecedentes en sus distintas gestiones indican que habrá continuidad en las lógicas de la política de seguridad. No se debería olvidar la creación de la UCEP con el fin de “resolver” las condiciones de familias en situación de calle, aplicando violentos desalojos . Tampoco habría que dejar de registrar la cinematográfica represión en el Borda a puro balazo de goma, y las actitudes policiales amenazantes y coercitivas a la ciudadanía cuando se manifiesta por la falta de luz o agua, en las marchas de docentes, enfermeras o movimientos sociales. Mucho menos deberíamos aceptar impasiblemente el fenomenal operativo que colocó el vallado en la casa de la vicepresidenta Cristina Kirchner, instalando un clima de tensión y represión como antesala al intento de magnicidio. En este gravísimo episodio el Jefe de Gobierno porteño, su Ministro y su policía fueron acusados de “liberar” la zona. Estas acciones policiales solo muestran la utilización de la fuerza en operaciones para impactar en la opinión pública y que no tienen como fin mejorar la vida y la seguridad de los vecinos de la ciudad.
Larreta reclama más fondos para este propósito. Sin embargo, oculta que un distrito con 3.150.000 habitantes tiene el triple de agentes de lo que indica la oficina de las Naciones Unidas, que establece una pauta de 300 policías cada 100 mil habitantes. Actualmente hay 875, muy cerca del triple, sin contar con las fuerzas federales que actúan en la ciudad. Para sostener esta política de saturación policial acompañada del crecimiento del armamento, patrulleros, equipos antidisturbios, etc, el gobierno siempre apeló a la reducción de otros presupuestos a los que considera de menor importancia, muy particularmente los de educación y salud. En este punto, como ya señalamos en anteriores oportunidades, es muy emblemática que la asignación presupuestaria para obras en seis hospitales públicos ( Muñiz, Piñero, Argerich, Rivadavia, Tornú y Borda) represente sólo un tercio de lo invertido en la construcción y refacción de seis comisarías. A excepción del uniforme, ahora azul bordó de la policía porteña, nada ha cambiado desde los tiempos iniciales del Fino Palacios y Osvaldo Chamorro, que terminaron exonerados por espionajes ilegales. En suma, se trata de una política claramente coercitiva siempre bien sazonada por las oficinas de marketing. No hay una concepción democrática de integrarse a la vida comunitaria, protegiendo al vecino como parte de un tejido social, y su amalgama cultural en cada barriada, aceptando las manifestaciones públicas como parte de una sociedad muy diversa que contiene inevitables contradicciones que se despliegan en el territorio y en las instituciones civiles. Se trata de un clásico caso de gatopardismo: un cambio para que nada cambie.
Nota publicada en Página/12 el 29/03/2023